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Yo soy uno de los agradecidos, mi alma conserva aun los tesoros de la suya, pródiga y buena, daba a todos, sí, a todos, porque era astro, porque como el sol, lo mismo al palacio que a la cabaña mandaba el calor, iba su luz; para el primero su galantería llevaba perfumes; para el segundo, su bondad enviaba cariños; ante la dama elegante, la cortesía lo arrodillaba; ante el amigo, la compasión impelía sus labios hacia la frentecita pálida, para que depositara en ella el tierno beso de las castas caricias.

 

Yo soy uno de los agradecidos,  yo, el bohemio que algunas veces he llegado a sentir en el camino de la vida la sed del consuelo, la fatiga del ideal y el ansia de las lágrimas. Cuando lo aridez de la etapa era interminable y sentía en el pecho como hálito de fuego de un monstruo ensañado en el mal; la asfixia de un dolor que no se explica porque no tiene causa; una de esas profundas nostalgias por las ignotas y soñadas tierras de nuevo Canaan, recogí las flores lozanas, frescas y hermosas que él arrojaba al paso del peregrino, en cuyos cálices titilaba el rocío envuelto en claridades de estrella, y al escanciarlo mi espíritu, la esperanza se acrecentaba, creía en las divinas promesas y fortificado el ánimo, la fe, radiante y bella, me señalaba exornada por celajes aurorales, la cima donde el oasis era. El maestro se ha ido y los niños deben de llorar su ausencia. Ya no está el que pedía a la mano  caritativa el juguete para el niño escuálido que, preso de profunda tristeza, de la desgarradora tristeza que hiere en la infancia y con indelebles tintes señala en los rostros la huella de pesares inmensos, se repegaba tiritando en el quicio de una puerta, para ver pasar al afortunado infante que poseía el muñeco de más precio. Ya se ha ido el que mendigaba alegrías para los hogares pobres; ya se fue y para siempre el que vertió llanto por los dolores ajenos. El cielo compadecido se llevó al justo. Los padecimientos de la humanidad eran muchos y su alma, aunque grande, resistía trabajosamente su peso incalculable.

No esperó la primavera ¿para qué? la primavera de las cosas muere pronto. Las hojas verdes de los árboles se marchitan, se dispersan y se van; la gárrula brisa se trueca en bruma; las aves amorosas de los nidos, por un momento se aman y luego......se olvidan y se alejan y parten sin decirse adiós.

¿Para qué esperar esa fiesta efímera de la naturaleza, si más tarde el invierno haría enmudecer lo que cantara, si el invierno como siempre, acumularía más nieve en la cresta de las montañas y más frío en las carnes desnudas; para qué esperar la fiesta encantadora si no habían de remediar los males humanos; si de penas seguiría alfombrado el camino de los pobres, si la debilidad siempre sería atropellada,.... si no podíamos ser felices todos.

El buen amigo de los infortunados hubiera deseado ser el último en caer en la lucha para ofrecer su brazo vigoroso al anciano, para consolar a la mujer caída, para endulzar con cantos el rumor de las quejas que levanta la miseria; hubiera deseado ser el último, para darle fuerza al débil y convertir la blasfemia en oración; pero la muerte lo hirió de improviso, y escuchó el sunsun cuando aún pensaba que su senda cubierta de espinas no concluía. Llevaba puestos los ojos en el cielo y no pudo ver la fosa que le cortaba el paso.

La envidia intentó alguna vez manchar con su baba la pureza de su mérito; pero nunca las miasmas del patano llega a las radiosas excelsitudes.

En el apoteosis de su genio son incontables las alabanzas, y de las lágrimas que hoy humedecen la tierra que lo cubre, mañana brotarán muchas siemprevivas; y las almas de los que lo queremos tanto, serán el templo donde, inmaculado e inmarcesible, oficiará eternamente su recuerdo bendecido.

Rafael.

 

Febrero 9 de 1895.

 

 

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